A primera hora de la mañana una anciana entra en la sucursal, reformada hace apenas unos meses, donde dos chicas esperan en la puerta sonriendo. Les explica el trámite que desea hacer y una de ellas le pregunta que si esta es su oficina, a lo que ella responde que no. «Entonces me temo que no podemos ayudarle, porque debe hacerlo allí».
La mujer, confundida, replica con un «pero si soy de aquí». Más confundida aún, la chica le pide que le acompañe a un atril junto a la puerta, donde tiene un ordenador, y comprueba sus datos. La señora murmura mientras tanto.
A los pocos segundos la joven le insiste, disculpándose, con que no puede ayudarle porque, efectivamente, esa no es su oficina. «No, la oficina es otra, pero yo soy de aquí», repite. De forma amable le explica de nuevo que ese tipo de trámites tiene que hacerlos en otro lugar, a unos diez kilómetros y 40 minutos de distancia en transporte público, porque no importa que lleve años viviendo en un lugar si abrió su cuenta en un lugar distinto.
La mujer protesta, aunque deja claro que no se queja por su interlocutora sino por la situación, y se marcha sin terminar de entender por qué no puede hacer lo que necesita «si yo soy de aquí».
Mientras, la sucursal sigue en silencio. En el centro, media docena de mesas redondas con sillas sobre la moqueta, todo con un aspecto moderno y recogido que hace pensar que, en lugar de hipotecas, allí sirven cafés de barista. Pero, de momento, no hay ni tazas ni clientes.
El trabajo de las dos jóvenes de la puerta es, de hecho, ese: filtrar a la gente según va llegando para dar acceso solo a aquellos que tengan cita previa o vayan a realizar trámites muy puntuales en el escueto horario de atención al público que tiene la oficina.
Algunos, como ingresar dinero en monedas, han dejado de ser gratuitos, según informan a otro cliente, que decide darse media vuelta y marcharse. También lo hace contrariado y murmurando. Según avanza la mañana, el reguero de gente no cesa, pero pocos pasan el filtro para llegar a las mesas.
Meses atrás, esa oficina enorme y renovada acogía dos sucursales de dos entidades distintas que han acabado fusionadas. Ahora, los clientes de ambas acuden a la misma sede, pero notan que el trato ha cambiado. Y la tónica es la misma: se van, resignados, pensando en que ahora su dinero está en una empresa que les es ajena y que, con tanta fusión y absorción, apenas tienen alternativas con las que responder a su descontento.
Ni siquiera saben a quiénes acudir, ni en qué medida cambian sus condiciones, más allá de comisiones que antes no pagaban. Pasa un rato hasta que una persona consigue ocupar una de las mesas del centro.
SON LOS BANCOS, PERO NO SOLO LOS BANCOS
Hace un año el nombre de Carlos San Juan ocupaba los titulares. Era un médico valenciano jubilado que inició una campaña reclamando a las entidades bancarias un esfuerzo por integrar a los mayores, ya que aseguraba que no recibían «un trato humano» en las sucursales, cada vez con menos personal, y empeñadas en que todos los trámites se hicieran a través de internet o los cajeros automáticos.
Según su demanda, eso dejaba fuera a gran parte de la población, sobre todo mayores, a causa de la brecha digital. Aquella petición logró casi 650.000 firmas precisamente a través de internet.
Fue tal el eco de su campaña que desde el Gobierno respondieron que iban a tratar el tema. Una nube de cámaras captó el momento en que entregó en mano su propuesta a la vicepresidenta Nadia Calviño. En poco tiempo se aprobó un protocolo de actuación, pero a la vuelta del verano se hizo evidente que el problema no era solo con los mayores.
De nuevo el Gobierno respondió, a finales de noviembre, con otro pacto. Pero las chicas siguen en la puerta, poca gente consigue entrar, y la misma señora que podría pedir un crédito en dos minutos si supiera cómo bajarse la app del banco tendrá que cruzar la ciudad en invierno para tramitar algo sencillo en persona.
Ese resquicio es el que supo detectar, por ejemplo, O2. La compañía lowcost ha registrado un importante crecimiento que tiene más que ver con su campaña de captación que con su oferta. El precio puede estar bien, lo que ofrece puede valer la pena, pero lo que realmente hizo que la apuesta empezara a funcionar fue su estrategia de comunicación, distinta a la de Telefónica, basada en que las facturas tenían un precio final «sin sorpresas» y la atención telefónica era directamente con operador y no con un sistema automatizado.
Cuando no hay sorpresas en tu factura, no te molestan con llamadas ni mensajes y navegas con la mayor red de fibra… respiras.
Tienes alas, ¿no las vas a usar? Fibra, móvil y sencillez. #O2Respira pic.twitter.com/tAybadED9c
— O2 España (@o2es) July 1, 2021
Ambos ejemplos, sector bancario y operadoras telefónicas, son dos de los que más quejas públicas de clientes acumulan, precisamente por el trato. En ellos, la atención al cliente se convierte en un valor en el momento en el que otros dejan de apostar por ella.
Es lo que también han puesto en marcha en otros ámbitos. Apple, por ejemplo, que se aleja mucho de la idea de lowcost, ha hecho de la atención en sus tiendas una seña de identidad. Muchos se centran en la calidad de sus productos, su diseño o incluso el estatus que pueda conferir, como los valores que suelen asociarse a la marca. Pero el hecho de acudir con un problema técnico y que en muchas ocasiones se repare o sustituya el producto sin dificultades ha servido para crear una potente lealtad entre sus usuarios.
La atención al cliente, en general, se enfrenta a tres dificultades, una coyuntural y dos estructurales. La primera tiene que ver con la situación de crisis, que viene siendo la tónica en las últimas décadas. Es la que ha provocado en último término una oleada de despidos en muchos sectores productivos que, a su vez, han tendido a la concentración. Y cuanto menor es la competencia, menos opciones para que los clientes muestren su descontento cambiando de compañía.
Hay sectores en los que la tendencia ha sido más extrema que en otros, como es el citado caso del bancario, donde se ha dado una reestructuración completa, en gran medida por los efectos de la crisis financiera de 2008. Como consecuencia, se han cerrado miles de oficinas de decenas de sucursales, que, sin duda, repercuten en la atención al público. Por darle dimensión, un informe de la Asociación de Usuarios Financieros recogía que en tres décadas en España se ha pasado de 109 entidades diferentes a solo ocho gigantes que aglutinan todo.
El proceso de concentración bancaria en España: de 109 entidades en 1990 a 8 en 2022.https://t.co/eIMSqRYZ36 pic.twitter.com/7YwJiKBJ6C
— Juan Luis Jiménez (@JuanLuis_JG) November 1, 2022
LA PINZA ENREVESADA DE LA TECNOLOGÍA Y LA BUROCRACIA
Pero, más allá de los bancos y las telefónicas, los problemas persisten. Y lo hacen, en gran medida, por las causas estructurales que afectan a la atención al público. La primera es la introducción forzosa de la tecnología en los procesos. La segunda, la pervivencia de una burocracia exasperante en muchos ámbitos. Y la combinación de ambos problemas genera un nudo difícil de deshacer para el común de los mortales.
La dimensión tecnológica del problema es, posiblemente, la más llamativa. Un recurso llamado a simplificar la vida se ha convertido en muchas ocasiones, por su mal uso, en una barrera infranqueable.
Volviendo al ejemplo del inicio, no tiene sentido que haya trámites complejos que puedan hacerse en remoto —lo cual es bueno—, pero que para cuestiones menos relevantes se requiera tramitación física. No tiene sentido que se facilite la firma de un crédito si se dificulta la movilidad de los clientes. Ni que contratar una línea telefónica sea fácil e inmediato, pero darla de baja requiera cantidades absurdas de tiempo y gestiones. Por no hablar de contraofertas tardías o peticiones de envío de documentación por cauces desfasados.
Pero lo peor del despliegue de la tecnología en los productos y servicios no es su uso discrecional para facilitar algunas gestiones deseadas y dificultar otras indeseadas. Está el hecho de hacer de esos productos y servicios algo inaccesible. Forzar la adopción tecnológica beneficia a muchos, sobre todo a quienes llevan vidas incompatibles con los exiguos horarios de atención personal, pero deja de lado a muchos otros para quienes lo digital es una brecha social de calado.
Por otra parte, queda la burocracia excesiva, que si bien no es un problema importante en el trato con muchas empresas, sí emerge en otros ámbitos. Solicitar bajas de servicios mediante presentación de documentación a través de plataformas obsoletas, dificultades para devolver unos equipos —routers, por ejemplo— que no se reclaman hasta pasados muchos meses o solicitud de documentación excesiva son algunos ejemplos posibles. Pero el uso de un lenguaje difícilmente comprensible es quizá el más palmario.
Y ahí es donde entra, por ejemplo, la Administración. La misma que intenta con regulaciones, protocolos y pactos mejorar el trato que se recibe desde las empresas privadas es la que hace tan difícil comunicarse para trámites esenciales. Se ha intentado mejorar en los últimos tiempos usando, de hecho, la tecnología con un ecosistema de aplicaciones conectadas.
Pero el problema trasciende los canales de acceso para entroncar con uno de concepto: webs cambiantes, sistemas arcaicos, navegadores incompatibles o dificultad para ubicar la información y para obtener los certificados necesarios para operar de forma no presencial son algunas de sus manifestaciones más frecuentes.
PENSANDO SOLUCIONES DESDE FUERA
Desde la agencia Prodigioso Volcán pusieron en marcha en 2017 una prueba en ese sentido. La idea consistía en comprobar cómo de compleja era la comunicación desde las instituciones hacia la ciudadanía, y para ello propusieron un cambio en la forma en la que el Ayuntamiento de Madrid comunicaba sus multas. Empezando, precisamente, por llamarlas Denuncia por infracción de circulación, multa en lugar de Notificación de denuncia e incoación de expediente sancionador, que era su nombre original.
Como parte de esa línea, se ha ido avanzando en un proyecto más amplio enmarcado en la accesibilidad de la información entendida como el cumplimiento de un derecho de la ciudadanía.
Así, en 2020 lanzaron una metodología de comunicación clara para empresas y administraciones, que en 2021 se tradujo en un estudio que analizaba la claridad de los 25 trámites administrativos más relevantes para colectivos vulnerables, y que se amplió en 2022 a un nuevo estudio de 40 trámites telemáticos a nivel local, autonómico y estatal.
Las conclusiones son desoladoras: casi uno de cada tres ciudadanos no sabe o no puede iniciar trámites virtuales, ya sea por falta de conocimiento, ya sea por carecer de los certificados digitales necesarios.
Pero el problema persiste también fuera de las pantallas. Desde la Fundación CIVIO alertaban, en una línea similar a la anterior, de que los colectivos más vulnerables son, en muchas ocasiones, los que más dificultades tienen para relacionarse con la Administración, también físicamente, en gran parte por la yincana burocrática que eso supone.
En la balanza, por tanto, operan dos tendencias enfrentadas. De un lado, la optimización de costes, ya sea reduciendo personal, oficinas y horarios de atención, supliendo esas carencias con un sistema tecnológico que se encargue de todo. Por otro, el esfuerzo que cuesta ir en dirección contraria o, en todo caso, modernizar los canales de comunicación para que sean comprensibles para todos o, al menos, no resulten experiencias frustrantes para la gran mayoría.
A fin de cuentas, lo que hace que una empresa cuadre cuentas no es solo la reducción de costes, sino que la satisfacción de los usuarios conlleve un incentivo de compra para lograrlo. Y quien dice cuadre cuentas e incentivo de compra dice gane elecciones y consiga apoyos.
Si cumplir con un derecho no basta como estímulo para empresas e instituciones, quizá sirva llevarlo al ámbito de las cuentas. Y ningunas, ni económicas ni electorales, podrán cuadrarse a medio plazo sin poner al usuario en el centro.
A primera hora de la mañana una anciana entra en la sucursal, reformada hace apenas unos meses, donde dos chicas esperan en la puerta sonriendo. Les explica el trámite que desea hacer y una de ellas le pregunta que si esta es su oficina, a lo que ella responde que no. «Entonces me temo que no podemos ayudarle, porque debe hacerlo allí».
La mujer, confundida, replica con un «pero si soy de aquí». Más confundida aún, la chica le pide que le acompañe a un atril junto a la puerta, donde tiene un ordenador, y comprueba sus datos. La señora murmura mientras tanto.
A los pocos segundos la joven le insiste, disculpándose, con que no puede ayudarle porque, efectivamente, esa no es su oficina. «No, la oficina es otra, pero yo soy de aquí», repite. De forma amable le explica de nuevo que ese tipo de trámites tiene que hacerlos en otro lugar, a unos diez kilómetros y 40 minutos de distancia en transporte público, porque no importa que lleve años viviendo en un lugar si abrió su cuenta en un lugar distinto.
La mujer protesta, aunque deja claro que no se queja por su interlocutora sino por la situación, y se marcha sin terminar de entender por qué no puede hacer lo que necesita «si yo soy de aquí».
Mientras, la sucursal sigue en silencio. En el centro, media docena de mesas redondas con sillas sobre la moqueta, todo con un aspecto moderno y recogido que hace pensar que, en lugar de hipotecas, allí sirven cafés de barista. Pero, de momento, no hay ni tazas ni clientes.
El trabajo de las dos jóvenes de la puerta es, de hecho, ese: filtrar a la gente según va llegando para dar acceso solo a aquellos que tengan cita previa o vayan a realizar trámites muy puntuales en el escueto horario de atención al público que tiene la oficina.
Algunos, como ingresar dinero en monedas, han dejado de ser gratuitos, según informan a otro cliente, que decide darse media vuelta y marcharse. También lo hace contrariado y murmurando. Según avanza la mañana, el reguero de gente no cesa, pero pocos pasan el filtro para llegar a las mesas.
Meses atrás, esa oficina enorme y renovada acogía dos sucursales de dos entidades distintas que han acabado fusionadas. Ahora, los clientes de ambas acuden a la misma sede, pero notan que el trato ha cambiado. Y la tónica es la misma: se van, resignados, pensando en que ahora su dinero está en una empresa que les es ajena y que, con tanta fusión y absorción, apenas tienen alternativas con las que responder a su descontento.
Ni siquiera saben a quiénes acudir, ni en qué medida cambian sus condiciones, más allá de comisiones que antes no pagaban. Pasa un rato hasta que una persona consigue ocupar una de las mesas del centro.
SON LOS BANCOS, PERO NO SOLO LOS BANCOS
Hace un año el nombre de Carlos San Juan ocupaba los titulares. Era un médico valenciano jubilado que inició una campaña reclamando a las entidades bancarias un esfuerzo por integrar a los mayores, ya que aseguraba que no recibían «un trato humano» en las sucursales, cada vez con menos personal, y empeñadas en que todos los trámites se hicieran a través de internet o los cajeros automáticos.
Según su demanda, eso dejaba fuera a gran parte de la población, sobre todo mayores, a causa de la brecha digital. Aquella petición logró casi 650.000 firmas precisamente a través de internet.
Fue tal el eco de su campaña que desde el Gobierno respondieron que iban a tratar el tema. Una nube de cámaras captó el momento en que entregó en mano su propuesta a la vicepresidenta Nadia Calviño. En poco tiempo se aprobó un protocolo de actuación, pero a la vuelta del verano se hizo evidente que el problema no era solo con los mayores.
De nuevo el Gobierno respondió, a finales de noviembre, con otro pacto. Pero las chicas siguen en la puerta, poca gente consigue entrar, y la misma señora que podría pedir un crédito en dos minutos si supiera cómo bajarse la app del banco tendrá que cruzar la ciudad en invierno para tramitar algo sencillo en persona.
Ese resquicio es el que supo detectar, por ejemplo, O2. La compañía lowcost ha registrado un importante crecimiento que tiene más que ver con su campaña de captación que con su oferta. El precio puede estar bien, lo que ofrece puede valer la pena, pero lo que realmente hizo que la apuesta empezara a funcionar fue su estrategia de comunicación, distinta a la de Telefónica, basada en que las facturas tenían un precio final «sin sorpresas» y la atención telefónica era directamente con operador y no con un sistema automatizado.
Cuando no hay sorpresas en tu factura, no te molestan con llamadas ni mensajes y navegas con la mayor red de fibra… respiras.
Tienes alas, ¿no las vas a usar? Fibra, móvil y sencillez. #O2Respira pic.twitter.com/tAybadED9c
— O2 España (@o2es) July 1, 2021
Ambos ejemplos, sector bancario y operadoras telefónicas, son dos de los que más quejas públicas de clientes acumulan, precisamente por el trato. En ellos, la atención al cliente se convierte en un valor en el momento en el que otros dejan de apostar por ella.
Es lo que también han puesto en marcha en otros ámbitos. Apple, por ejemplo, que se aleja mucho de la idea de lowcost, ha hecho de la atención en sus tiendas una seña de identidad. Muchos se centran en la calidad de sus productos, su diseño o incluso el estatus que pueda conferir, como los valores que suelen asociarse a la marca. Pero el hecho de acudir con un problema técnico y que en muchas ocasiones se repare o sustituya el producto sin dificultades ha servido para crear una potente lealtad entre sus usuarios.
La atención al cliente, en general, se enfrenta a tres dificultades, una coyuntural y dos estructurales. La primera tiene que ver con la situación de crisis, que viene siendo la tónica en las últimas décadas. Es la que ha provocado en último término una oleada de despidos en muchos sectores productivos que, a su vez, han tendido a la concentración. Y cuanto menor es la competencia, menos opciones para que los clientes muestren su descontento cambiando de compañía.
Hay sectores en los que la tendencia ha sido más extrema que en otros, como es el citado caso del bancario, donde se ha dado una reestructuración completa, en gran medida por los efectos de la crisis financiera de 2008. Como consecuencia, se han cerrado miles de oficinas de decenas de sucursales, que, sin duda, repercuten en la atención al público. Por darle dimensión, un informe de la Asociación de Usuarios Financieros recogía que en tres décadas en España se ha pasado de 109 entidades diferentes a solo ocho gigantes que aglutinan todo.
El proceso de concentración bancaria en España: de 109 entidades en 1990 a 8 en 2022.https://t.co/eIMSqRYZ36 pic.twitter.com/7YwJiKBJ6C
— Juan Luis Jiménez (@JuanLuis_JG) November 1, 2022
LA PINZA ENREVESADA DE LA TECNOLOGÍA Y LA BUROCRACIA
Pero, más allá de los bancos y las telefónicas, los problemas persisten. Y lo hacen, en gran medida, por las causas estructurales que afectan a la atención al público. La primera es la introducción forzosa de la tecnología en los procesos. La segunda, la pervivencia de una burocracia exasperante en muchos ámbitos. Y la combinación de ambos problemas genera un nudo difícil de deshacer para el común de los mortales.
La dimensión tecnológica del problema es, posiblemente, la más llamativa. Un recurso llamado a simplificar la vida se ha convertido en muchas ocasiones, por su mal uso, en una barrera infranqueable.
Volviendo al ejemplo del inicio, no tiene sentido que haya trámites complejos que puedan hacerse en remoto —lo cual es bueno—, pero que para cuestiones menos relevantes se requiera tramitación física. No tiene sentido que se facilite la firma de un crédito si se dificulta la movilidad de los clientes. Ni que contratar una línea telefónica sea fácil e inmediato, pero darla de baja requiera cantidades absurdas de tiempo y gestiones. Por no hablar de contraofertas tardías o peticiones de envío de documentación por cauces desfasados.
Pero lo peor del despliegue de la tecnología en los productos y servicios no es su uso discrecional para facilitar algunas gestiones deseadas y dificultar otras indeseadas. Está el hecho de hacer de esos productos y servicios algo inaccesible. Forzar la adopción tecnológica beneficia a muchos, sobre todo a quienes llevan vidas incompatibles con los exiguos horarios de atención personal, pero deja de lado a muchos otros para quienes lo digital es una brecha social de calado.
Por otra parte, queda la burocracia excesiva, que si bien no es un problema importante en el trato con muchas empresas, sí emerge en otros ámbitos. Solicitar bajas de servicios mediante presentación de documentación a través de plataformas obsoletas, dificultades para devolver unos equipos —routers, por ejemplo— que no se reclaman hasta pasados muchos meses o solicitud de documentación excesiva son algunos ejemplos posibles. Pero el uso de un lenguaje difícilmente comprensible es quizá el más palmario.
Y ahí es donde entra, por ejemplo, la Administración. La misma que intenta con regulaciones, protocolos y pactos mejorar el trato que se recibe desde las empresas privadas es la que hace tan difícil comunicarse para trámites esenciales. Se ha intentado mejorar en los últimos tiempos usando, de hecho, la tecnología con un ecosistema de aplicaciones conectadas.
Pero el problema trasciende los canales de acceso para entroncar con uno de concepto: webs cambiantes, sistemas arcaicos, navegadores incompatibles o dificultad para ubicar la información y para obtener los certificados necesarios para operar de forma no presencial son algunas de sus manifestaciones más frecuentes.
PENSANDO SOLUCIONES DESDE FUERA
Desde la agencia Prodigioso Volcán pusieron en marcha en 2017 una prueba en ese sentido. La idea consistía en comprobar cómo de compleja era la comunicación desde las instituciones hacia la ciudadanía, y para ello propusieron un cambio en la forma en la que el Ayuntamiento de Madrid comunicaba sus multas. Empezando, precisamente, por llamarlas Denuncia por infracción de circulación, multa en lugar de Notificación de denuncia e incoación de expediente sancionador, que era su nombre original.
Como parte de esa línea, se ha ido avanzando en un proyecto más amplio enmarcado en la accesibilidad de la información entendida como el cumplimiento de un derecho de la ciudadanía.
Así, en 2020 lanzaron una metodología de comunicación clara para empresas y administraciones, que en 2021 se tradujo en un estudio que analizaba la claridad de los 25 trámites administrativos más relevantes para colectivos vulnerables, y que se amplió en 2022 a un nuevo estudio de 40 trámites telemáticos a nivel local, autonómico y estatal.
Las conclusiones son desoladoras: casi uno de cada tres ciudadanos no sabe o no puede iniciar trámites virtuales, ya sea por falta de conocimiento, ya sea por carecer de los certificados digitales necesarios.
Pero el problema persiste también fuera de las pantallas. Desde la Fundación CIVIO alertaban, en una línea similar a la anterior, de que los colectivos más vulnerables son, en muchas ocasiones, los que más dificultades tienen para relacionarse con la Administración, también físicamente, en gran parte por la yincana burocrática que eso supone.
En la balanza, por tanto, operan dos tendencias enfrentadas. De un lado, la optimización de costes, ya sea reduciendo personal, oficinas y horarios de atención, supliendo esas carencias con un sistema tecnológico que se encargue de todo. Por otro, el esfuerzo que cuesta ir en dirección contraria o, en todo caso, modernizar los canales de comunicación para que sean comprensibles para todos o, al menos, no resulten experiencias frustrantes para la gran mayoría.
A fin de cuentas, lo que hace que una empresa cuadre cuentas no es solo la reducción de costes, sino que la satisfacción de los usuarios conlleve un incentivo de compra para lograrlo. Y quien dice cuadre cuentas e incentivo de compra dice gane elecciones y consiga apoyos.
Si cumplir con un derecho no basta como estímulo para empresas e instituciones, quizá sirva llevarlo al ámbito de las cuentas. Y ningunas, ni económicas ni electorales, podrán cuadrarse a medio plazo sin poner al usuario en el centro.
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